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No es fácil vivir sabiendo que vas a morir

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No es fácil vivir sabiendo que vas a morir, pero es aún más duro creer en la inmortalidad y descubrir que estás equivocado

De modo que aunque no alcancemos la inmortalidad durante nuestros años de vida, es probable que la guerra contra la muerte siga siendo el proyecto más importante del presente siglo. Si tenemos en cuenta nuestra creencia en la santidad de la vida humana, añadimos la dinámica de la institución científica y rematamos todo esto con las necesidades de la economía capitalista, una guerra implacable contra la muerte parece inevitable. Nuestro compromiso ideológico con la vida humana nunca nos permitirá aceptar la muerte humana sin más. Mientras la gente muera de algo, nos esforzaremos por derrotarla.

Si todo esto no basta, el miedo a la muerte, arraigado en la mayoría de los humanos, conferiría un impulso irresistible a la guerra contra la muerte. Cuando las personas asumieron que la muerte es inevitable, se habituaron desde una edad temprana a suprimir el deseo de vivir eternamente o lo desviaron hacia otros objetivos factibles. Las personas quieren vivir para siempre, de modo que componen una sinfonía «inmortal», se esfuerzan por conseguir la «gloria eterna» en alguna guerra o incluso sacrifican su vida para que su alma «goce de felicidad eterna en el paraíso». Gran parte de nuestra creatividad artística, nuestro compromiso político y nuestra devoción religiosa se alimenta del miedo a la muerte.

El escepticismo acerca de la vida después
de la muerte impulsa a la humanidad a buscar no solo la inmortalidad, sino también la
felicidad terrenal. Porque ¿quién querría vivir eternamente en la desgracia?

Para Epicuro, la búsqueda de la felicidad era un objetivo personal. Los pensadores
modernos, en cambio, tienden a verla como un proyecto colectivo. Sin planificación
gubernamental, recursos económicos e investigación científica, los individuos no
llegarán muy lejos en su búsqueda de la felicidad. Si nuestro país está desgarrado por
la guerra, si la economía atraviesa una crisis y si la atención sanitaria es inexistente, es
probable que nos sintamos desgraciados.

Por todo lo que este
sabe, podría correr el año 2216 y ser él un adolescente aburrido inmerso en un juego
de «mundo virtual» que emule el mundo primitivo y apasionante de principios del
siglo XXI. Cuando uno acepta la mera viabilidad de esta hipótesis, las matemáticas le
llevan a una conclusión ciertamente aterradora: puesto que solo hay un mundo real,
mientras que el número de mundos virtuales potenciales es infinito, la probabilidad de
que habitemos el único mundo real es casi nula.

El Test de Turing lo inventó en 1950 el matemático inglés Alan Turing, uno de los
padres de la era de la informática. Turing era también un hombre gay en una época en
la que la homosexualidad era ilegal en Gran Bretaña. En 1952 fue condenado por
cometer actos homosexuales y se le obligó a someterse a castración química. Dos años
más tarde se suicidó. El Test de Turing es simplemente una réplica de un test trivial al
que todo hombre gay había de someterse en la Gran Bretaña de 1950: ¿podía uno
pasar por un hombre heterosexual? Turing sabía por experiencia propia que no
importaba quién fueras: lo único que importaba era lo que los demás pensaran de ti.
Según Turing, en el futuro los ordenadores serán como los homosexuales en la década
de 1950: no importará si son conscientes o no, solo importará lo que la gente piense
de ello.

Cuando los humanos intentamos determinar si una entidad es consciente, lo
que solemos buscar no es aptitud matemática o buena memoria, sino más bien la
capacidad de establecer relaciones emocionales con nosotros.

El hecho de que los perros puedan participar de relaciones emocionales con
humanos convence a la mayoría de los propietarios de perros de que estos no son
autómatas desprovistos de mente.
El hecho de que los perros puedan participar de relaciones emocionales con
humanos convence a la mayoría de los propietarios de perros de que estos no son
autómatas desprovistos de mente.

El 7 de julio de 2012, expertos mundiales en neurobiología y ciencias cognitivas se
reunieron en la Universidad de Cambridge y firmaron la Declaración de Cambridge
sobre la Conciencia, que afirma lo siguiente: «Pruebas convergentes indican que
animales no humanos tienen los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y
neurofisiológicos de estados conscientes, junto con la capacidad de exhibir
comportamientos intencionales. En consecuencia, el peso de la evidencia indica que
los humanos no son únicos en poseer los sustratos neurológicos que generan
conciencia. Los animales no humanos, que incluyen a todos los mamíferos y aves, y a
otros muchos animales, entre ellos los pulpos, poseen asimismo estos sustratos
neurológicos»

Los escépticos podrían objetar que toda esta descripción humaniza
innecesariamente a las ratas. Las ratas no experimentan esperanza ni desesperación.
Unas veces las ratas se mueven deprisa y otras se quedan quietas, pero nunca sienten
nada. Solo las impulsan algoritmos inconscientes. Pero, si tal es el caso, ¿qué sentido
tienen todos estos experimentos? Los medicamentos psiquiátricos están destinados a
inducir cambios no solo en el comportamiento humano, sino sobre todo en las
sensaciones humanas. Cuando un cliente va a la consulta de un psiquiatra y le dice:
«Doctor, deme algo que me saque de esta depresión», no quiere un estimulante
mecánico que haga que se mueva febrilmente mientras sigue sintiéndose triste. Quiere
sentirse alegre. Realizar experimentos con ratas puede ayudar a las empresas a
desarrollar esta píldora mágica solo si presuponen que el comportamiento de las ratas
está acompañado de emociones como las humanas. Y, efectivamente, este es un
supuesto común en los laboratorios de fármacos psiquiátricos.

A finales del siglo XVIII, el filósofo inglés
Jeremy Bentham declaró que el bien supremo es «la mayor felicidad para el mayor
número», y llegó a la conclusión de que el único objetivo digno del Estado, el
mercado y la comunidad científica es aumentar la felicidad global. Los políticos deben
fomentar la paz, los hombres de negocios deben promover la prosperidad y los sabios
deben estudiar la naturaleza, no para mayor gloria del rey, el país o Dios, sino para
que podamos gozar de una vida más feliz.

Da la impresión de que nuestra felicidad choca contra algún misterioso techo de
cristal que no le permite crecer a pesar de todos nuestros logros sin precedentes.
Aunque proporcionemos comida gratis para todos, curemos todas las enfermedades y
aseguremos la paz mundial, todo ello no hará añicos necesariamente ese techo de
cristal. Conseguir la felicidad verdadera no va a ser mucho más fácil que vencer la
vejez y la muerte.

El techo de cristal de la felicidad se mantiene en su lugar sustentado en dos fuertes
columnas: una, psicológica; la otra, biológica. En el plano psicológico, la felicidad
depende de expectativas, y no de condiciones objetivas. No nos satisface llevar una
vida tranquila y próspera. En cambio, sí nos sentimos satisfechos cuando la realidad
se ajusta a nuestras expectativas. La mala noticia es que, a medida que las condiciones
mejoran, las expectativas se disparan. Mejoras espectaculares en las condiciones,
como las que la humanidad ha experimentado en décadas recientes, se traducen en
mayores expectativas y no en una mayor satisfacción. Si no hacemos algo al respecto,
también nuestros logros futuros podrían dejarnos tan insatisfechos como siempre.

En el plano biológico, tanto nuestras expectativas como nuestra felicidad están
determinadas por nuestra bioquímica, más que por nuestra situación económica,
social o política.

Hay mil cosas que pueden enojarnos, pero el enojo nunca es
una abstracción. Siempre se siente como una sensación de calor y tensión en el
cuerpo, que es lo que hace que el enojo sea tan exasperante. No en vano decimos que
«ardemos» de ira.
Por el contrario, la ciencia dice que nadie alcanza la felicidad consiguiendo un
ascenso, ganando la lotería o incluso encontrando el amor verdadero. La gente se
vuelve feliz por una cosa y solo una: las sensaciones placenteras en su cuerpo.

La mala noticia es que las sensaciones placenteras desaparecen rápidamente, y más
pronto o más tarde se transforman en sensaciones desagradables. Incluso marcar el
gol de la victoria en la final de la Copa del Mundo no garantiza el éxtasis de por vida.
En realidad, puede que todo vaya cuesta abajo desde ese momento. De manera
parecida, si el año pasado conseguí un ascenso inesperado en el trabajo, puede que
todavía ocupe el nuevo puesto, pero las sensaciones muy agradables que experimenté
al oír la noticia desaparecieron al cabo de pocas horas. Si quiero volver a sentir
aquellas maravillosas sensaciones, debo obtener otro ascenso. Y otro. Y si no consigo
ningún ascenso, puede que termine sintiéndome mucho más amargado e irascible que
si hubiera continuado siendo un humilde pelagatos.

El sistema bioquímico recompensa los actos que
conducen a la supervivencia y a la reproducción con sensaciones placenteras. Pero
estas no son más que un truco efímero para vender. Nos esforzamos para conseguir
comida y pareja con el fin de evitar las desagradables sensaciones del hambre y de
gozar de sabores agradables y orgasmos maravillosos. Pero los sabores agradables y
los orgasmos maravillosos no duran mucho, y si queremos volver a sentirlos, tenemos
que ir en busca de más comida y más parejas.
¿Qué habría ocurrido si una mutación rara hubiera creado una ardilla que, después
de comer una única nuez, gozara de una sensación duradera de dicha? Técnicamente,
esto podría hacerse reprogramando su cerebro. ¿Quién sabe?, a lo mejor le ocurrió
realmente a alguna afortunada ardilla hace millones de años. Pero si fue así, dicha
ardilla gozó de una vida muy feliz y muy corta, y ese fue el fin de la mutación rara.
Porque la arrobada ardilla no se habría molestado en buscar más nueces, y mucho
menos parejas. Las ardillas rivales, que se sentían de nuevo hambrientas a los cinco
minutos de haber comido una nuez, tuvieron muchas más probabilidades de
sobrevivir y de transmitir sus genes a la siguiente generación.

Si la ciencia está en lo cierto y nuestra felicidad viene determinada por nuestro
sistema bioquímico, la única manera de asegurar un contento duradero es amañar este
sistema.

La gente ha
estado discutiendo acerca de los métodos educativos miles de años. Ya fuera en la
antigua China o en la Gran Bretaña victoriana, todo el mundo tenía su método
preferido y se oponía con vehemencia a todas las alternativas. Pero, hasta la fecha,
todos han estado de acuerdo en una cosa: para mejorar la educación, necesitamos
cambiar las escuelas. En la actualidad, por primera vez en la historia, al menos algunos
creen que sería más eficaz cambiar la bioquímica de los alumnos.

Los ejércitos se encaminan por la misma senda: el 12 por ciento de los soldados
norteamericanos que estaban en Irak y el 17 por ciento de los que estaban en
Afganistán tomaban pastillas para dormir o antidepresivos para sobrellevar la
depresión y la angustia de la guerra. El miedo, la depresión y el trauma no los causan
proyectiles, minas de tierra o coches bomba: los causan hormonas, neurotransmisores
y redes neurales. Dos soldados pueden encontrarse, hombro con hombro, en la misma
emboscada; uno de ellos quedará paralizado por el terror, perderá el sentido común y
tendrá pesadillas durante años después del suceso; el otro cargará valerosamente
contra el enemigo y ganará una medalla. La diferencia estriba en la bioquímica de los
soldados, y si encontramos maneras de controlarla, produciremos a la vez soldados
más felices y ejércitos más eficaces

Las personas beben alcohol para olvidar, fuman marihuana para
sentirse en paz y consumen cocaína y metanfetaminas para sentirse poderosos y
seguros, mientras que el éxtasis les proporciona sensaciones de euforia y el LSD los
envía a encontrarse con «Lucy in the Sky with Diamonds».

Lo que algunas personas
esperan obtener estudiando, trabajando o sacando adelante a una familia, otras
intentan obtenerlo de manera mucho más fácil mediante la adecuada administración
de moléculas. Esto constituye una amenaza existencial al orden social y económico,
razón por la que los países libran una guerra tenaz, sangrienta y desesperada contra el
crimen bioquímico.
El Estado confía en regular la búsqueda bioquímica de la felicidad, al separar las
«malas» manipulaciones de las «buenas». El principio está claro: las manipulaciones
bioquímicas que refuerzan la estabilidad política, el orden social y el crecimiento
económico se permiten e incluso se fomentan (por ejemplo, las manipulaciones que
calman a los niños hiperactivos en la escuela o que hacen avanzar a los soldados en la
batalla). Las manipulaciones que amenazan la estabilidad y el crecimiento se prohíben.

ace unos dos mil trescientos años, Epicuro advirtió a sus discípulos que era
probable que la búsqueda desmesurada de placer los hiciera más desgraciados que
felices. Un par de siglos antes, Buda había hecho una afirmación todavía más radical
al enseñar que la búsqueda de sensaciones placenteras es en realidad la raíz misma del
sufrimiento. Dichas sensaciones son solo vibraciones efímeras y sin sentido. Incluso
cuando las sentimos, no reaccionamos ante ellas con alegría; por el contrario,
ansiamos más. De ahí que, por muchas que vaya a sentir, las sensaciones dichosas o
emocionantes nunca me satisfarán.
Si identifico la felicidad con sensaciones placenteras y fugaces, y anhelo
experimentarlas cada vez en mayor cantidad, no tengo más opción que buscarlas de
forma constante. Cuando finalmente las consigo, desaparecen enseguida, y, puesto
que el simple recuerdo de los placeres pasados no me satisfará, tendré que volver a
empezar una y otra vez. Incluso si prolongo esta búsqueda durante décadas, nunca me
proporcionará ningún logro duradero; por el contrario, cuanto más anhelo esas
sensaciones placenteras, más estresado e insatisfecho me sentiré. Para conseguir la
felicidad real, los humanos necesitan desacelerar la búsqueda de sensaciones
placenteras, no acelerarla.

Esta visión budista de la felicidad tiene mucho en común con la visión
bioquímica. Ambas coinciden en que las sensaciones agradables desaparecen con la
misma rapidez con que surgen, y que mientras las personas deseen sensaciones
placenteras sin, en realidad, experimentarlas, seguirán sintiéndose insatisfechas. Sin
embargo, este problema tiene dos soluciones muy diferentes. La solución bioquímica
es desarrollar productos y tratamientos que proporcionen a los humanos un sinfín de
sensaciones placenteras, de modo que nunca nos falten. La sugerencia de Buda era
reducir nuestra ansia de sensaciones agradables y no permitir que estas controlen
nuestra vida. Según Buda, podemos entrenar nuestra mente para que aprenda a
observar detenidamente cómo surgen y pasan constantemente dichas sensaciones.
Cuando la mente sepa ver nuestras sensaciones como lo que son, vibraciones efímeras
y sin sentido, dejará de interesarnos buscarlas.

Hoy en día, la humanidad está mucho más interesada en la solución bioquímica.
No importa lo que digan los monjes en sus cuevas del Himalaya o los filósofos en sus
torres de marfil; para el gigante capitalista, la felicidad es placer. Punto.

Al buscar la dicha y la inmortalidad, los humanos tratan en realidad de ascender a
dioses. No solo porque estas son cualidades divinas, sino también porque, para
superar la vejez y la desgracia, los humanos tendrán que adquirir antes el control
divino de su propio sustrato biológico. Si llegamos a tener alguna vez el poder de
eliminar la muerte y el dolor de nuestro sistema, es probable que el mismo poder baste
para modificar nuestro sistema, prácticamente de cualquier manera que queramos, y
manipular nuestros órganos, emociones e inteligencia de mil maneras diferentes. Si lo
desea, uno podrá comprar la fuerza de Hércules, la sensualidad de Afrodita, la
sabiduría de Atenea o la locura de Dionisio. Hasta ahora aumentar el poder humano se
basaba principalmente en mejorar nuestras herramientas externas. En el futuro puede
que se base más en mejorar el cuerpo y la mente humanos, o en fusionarnos
directamente con nuestras herramientas.
El ascenso de humanos a dioses puede seguir cualquiera de estos tres caminos:
ingeniería biológica, ingeniería cíborg e ingeniería de seres no orgánicos.

Durante cuatro mil millones
de años, la selección natural ha estado retocando y reajustando estos cuerpos de tal
manera que pasamos de amebas a reptiles, y de estos a mamíferos y a sapiens. Pero no
hay razón para pensar que los sapiens sean la última estación. Cambios relativamente
pequeños en genes, hormonas y neuronas bastaron para transformar a Homo erectus
(incapaz de producir nada más interesante que cuchillos de sílex) en Homo sapiens,
que produce naves espaciales y ordenadores. Quién sabe cuál podría ser el resultado
de unos pocos cambios más en nuestro ADN, nuestro sistema hormonal o nuestra
estructura cerebral. La bioingeniería no va a esperar pacientemente a que la selección
natural obre su magia. En lugar de ello, los bioingenieros tomarán el viejo cuerpo del
sapiens y, con deliberación, reescribirán su código genético, reconectarán sus circuitos
cerebrales, modificarán su equilibrio bioquímico e incluso harán que le crezcan
extremidades completamente nuevas. De esta manera crearán nuevos diosecillos, que
podrán ser tan diferentes de nosotros, sapiens, como diferentes somos de Homo
erectus.

Pero incluso la ingeniería cíborg es relativamente conservadora, ya que da por
hecho que los cerebros orgánicos seguirán siendo los centros de mando y control de
la vida. Un enfoque más audaz prescinde por completo de las partes orgánicas y
espera producir seres totalmente inorgánicos. Las redes neurales serán sustituidas por
programas informáticos con la capacidad de navegar tanto por mundos virtuales como
no virtuales, libre de las limitaciones de la química orgánica. Después de cuatro mil
millones de años de vagar dentro del reino de los compuestos orgánicos, la vida
saltará a la inmensidad del reino inorgánico y adoptará formas que no podemos
imaginar ni siquiera en nuestros sueños más fantásticos. Después de todo, nuestros
sueños más fantásticos siguen siendo producto de la química orgánica.

Durante miles de años, la historia ha estado llena de turbulencias tecnológicas,
económicas, sociales y políticas. Pero algo permaneció inalterable: la propia
humanidad. Nuestros utensilios e instituciones son muy diferentes de los de la época
bíblica, pero las estructuras profundas de la mente humana siguen siendo iguales. Esta
es la razón por la que todavía podemos vernos entre las páginas de la Biblia, en los
escritos de Confucio, o en las tragedias de Sófocles y Eurípides. Estos clásicos fueron
creados por humanos que eran como nosotros, razón por la cual sentimos que hablan
como nosotros. En las producciones teatrales modernas, Edipo, Hamlet y Otelo
pueden llevar tejanos y camisetas y tener cuentas de Facebook, pero sus conflictos
emocionales son los mismos que en el drama original.
Sin embargo, cuando la tecnología nos permita remodelar la mente humana,
Homo sapiens desaparecerá, la historia humana llegará a su fin y se iniciará un tipo de
proceso completamente nuevo, que la gente como el lector y como yo no podemos ni
imaginar.

Cualquier predicción que valga la pena debe tener
en cuenta la capacidad de remodelar la mente humana, y esto es imposible. Hay
muchas respuestas sensatas a la pregunta «¿Qué harían con la biotecnología personas
con una mente parecida a la nuestra?». Pero no hay buenas respuestas a la pregunta
«¿Qué harían seres con un tipo de mente diferente con la biotecnología?». Todo lo
que podemos decir es que es probable que personas semejantes a nosotros empleen la
biotecnología para remodelar su propia mente, y que las mentes actuales son
incapaces de entender lo que podría suceder a continuación.

Aunque, por lo tanto, los detalles son turbios, podemos estar seguros acerca de la
dirección general que seguirá la historia. En el siglo XXI, el tercer gran proyecto de la
humanidad será adquirir poderes divinos de creación y destrucción, y promover
Homo sapiens a Homo Deus. Este tercer proyecto, obviamente, incorpora los otros
dos y se alimenta de ellos. Queremos la capacidad de remodelar nuestro cuerpo y
nuestra mente por encima de todo para escapar de la vejez, la muerte y la desgracia,
pero cuando la tengamos, ¿quién sabe qué otras cosas podremos hacer con dicha
capacidad? Así, bien podríamos esperar que la nueva agenda humana vaya a contener
en verdad un solo proyecto (con muchas ramas): conseguir la divinidad.

Si esto parece acientífico o directamente excéntrico, es porque la gente suele
malinterpretar el significado de «divinidad». La divinidad no es una cualidad
metafísica vaga. Y no es lo mismo que la omnipotencia. Cuando hablo de transformar
a los humanos en dioses, pienso más en los términos de los dioses griegos o de los
devas hindúes y no en el omnipotente padre bíblico que está en los cielos. Nuestros
descendientes tendrán todavía sus debilidades, manías y limitaciones, de la misma
manera que Zeus e Indra tenían las suyas. Pero podrán amar, odiar, crear y destruir a
una escala muchísimo mayor que la nuestra.

Hasta ahora, hemos competido con los dioses de la antigüedad con la creación de
herramientas cada vez mejores. En un futuro no muy lejano podremos crear
superhumanos que aventajen a los antiguos dioses no en sus herramientas, sino en sus
facultades corporales y mentales. Sin embargo, si llegamos a ese punto, la divinidad
será algo tan mundano como el ciberespacio: una maravilla de maravillas que
simplemente ya damos por hecha.

Esta es la razón por la que cada vez más individuos, organizaciones, empresas y
gobiernos se toman muy en serio la búsqueda de la inmortalidad, la felicidad y los
poderes divinos. Compañías de seguros, fondos de pensiones, sistemas de salud y
ministerios de economía ya están aterrados por el salto en la esperanza de vida. La
gente vive mucho más tiempo de lo que se esperaba, y no hay dinero para pagar las
pensiones y los tratamientos médicos. A medida que los setenta años de edad
amenazan con convertirse en los nuevos cuarenta, los expertos piden que se aumente
la edad de la jubilación y que se reestructure todo el mercado laboral.
Cuando la gente se dé cuenta de lo rápidamente que nos precipitamos hacia lo
gran desconocido y que no podemos contar siquiera con la muerte para protegernos
de él, su reacción será confiar en que alguien pise el freno y consiga reducir la
velocidad. Pero no podemos pisar el freno, por varias razones.
En primer lugar, nadie sabe dónde está el freno. Aunque algunos expertos están
familiarizados con los avances en un ámbito determinado, sea este la inteligencia
artificial, la nanotecnología, los datos masivos (big data) o la genética, nadie es un
experto en todos ellos. Por lo tanto, nadie es realmente capaz de conectar todos los
puntos y ver la imagen entera. Diferentes ámbitos se influyen entre sí de formas tan
intrincadas que ni las mentes más brillantes son capaces de adivinar cómo podrían
impactar los descubrimientos en inteligencia artificial en la tecnología o viceversa.
Nadie puede absorber todos los últimos descubrimientos científicos, nadie puede
predecir qué aspecto tendrá la economía global dentro de diez años, y nadie tiene
ninguna pista de hacia dónde nos dirigimos con tanta precipitación. Puesto que ya
nadie entiende el sistema, nadie puede detenerlo.

No hay una línea clara que separe curar de mejorar. La medicina casi siempre
empieza salvando a las personas de caer por debajo de la norma, pero las mismas
herramientas y conocimientos pueden usarse entonces para sobrepasar la norma. La
Viagra empezó su vida como un tratamiento para problemas de tensión arterial. Para
sorpresa y deleite de Pfizer, resultó que la Viagra también puede vencer la impotencia.
Ello ha permitido a millones de hombres recuperar su capacidad sexual normal; pero,
muy pronto, hombres que en principio no tenían problemas de impotencia empezaron
a consumir la misma píldora para superar la norma y adquirir una potencia sexual de
la que nunca habían disfrutado

Bien, entonces ¿por qué no amañar la lotería? Fecundar varios óvulos y elegir el que
tenga la mejor combinación. Cuando la investigación con células madre nos permita
crear una provisión ilimitada y barata de embriones humanos, podremos seleccionar
nuestro bebé óptimo de entre centenares de candidatos, todos los cuales portarán
nuestro ADN y serán perfectamente naturales, y ninguno de los cuales requerirá
ninguna ingeniería genética futurista. Repitamos este procedimiento durante algunas
generaciones y podremos terminar fácilmente con superhumanos (o con una distopía
terrorífica).

La curación es la justificación inicial para cualquier mejora. Busque el lector a
varios profesores que experimenten en ingeniería genética o en interfaces cerebroordenador

y pregúnteles por qué se dedican a la investigación en ese terreno. Con
toda probabilidad, contestarán que lo hacen para curar enfermedades. «Con ayuda de
la ingeniería genética —explicarán— podremos vencer al cáncer. Y si conseguimos
conectar directamente cerebros y ordenadores, podremos curar la esquizofrenia». Es
posible, pero seguramente la cosa no acabará aquí. Cuando conectemos con éxito
cerebros y ordenadores, ¿usaremos esta tecnología solo para curar la esquizofrenia? Si
alguien de verdad lo cree, quizá sepa mucho sobre cerebros y ordenadores pero
[49] mucho menos acerca de la psique y la sociedad humanas. Cuando se efectúe un
descubrimiento trascendental, no se podrá limitar su uso a la curación y prohibir
completamente su aplicación a la mejora.

Esta es la mejor razón para aprender historia:
no para predecir el futuro, sino para desprendernos del pasado e imaginar destinos
alternativos. Desde luego, esto no supone la libertad total: no podemos evitar estar
moldeados por el pasado. Pero algo de libertad es mejor que ninguna.

En mi opinión, no podemos tener una discusión seria sobre la
naturaleza y el futuro de la humanidad sin empezar por nuestros colegas animales.
Homo sapiens hace todo lo que puede para olvidarlo, pero es un animal. Y es
doblemente importante recordar nuestros orígenes en un momento en que buscamos
transformarnos en dioses. Ninguna investigación de nuestro futuro divino puede
ignorar nuestro propio pasado animal ni nuestras relaciones con otros animales…,
porque la relación entre los humanos y los animales es el mejor modelo que tenemos
para las futuras relaciones entre los superhumanos y los humanos. ¿Quiere saber el
lector cómo los cíborgs superinteligentes podrían tratar a los humanos de carne y
hueso corrientes? Será mejor que empiece investigando cómo los humanos tratan a
sus primos animales menos inteligentes. No es una analogía perfecta, desde luego,
pero es el mejor arquetipo que podemos observar en la realidad en lugar de
simplemente imaginarlo.

¿Cómo llegó Homo sapiens a
creer en el credo humanista, según el cual el universo gira alrededor de la humanidad
y los humanos son el origen de todo sentido y toda autoridad? ¿Cuáles son las
implicaciones económicas, sociales y políticas de este credo? ¿Cómo modela nuestra
vida cotidiana, nuestro arte y nuestros deseos más secretos?

NECESIDADES ANCESTRALES 82

En las últimas décadas, los científicos de la vida han demostrado que las
emociones no son un fenómeno espiritual misterioso que solo sirve para escribir
poesía y componer sinfonías. En realidad, las emociones son algoritmos bioquímicos
vitales para la supervivencia y la reproducción de todos los mamíferos.

Esto es de gran
importancia no únicamente porque este concepto clave reaparecerá en muchos de los
capítulos que siguen, sino porque el siglo XXI estará dominado por algoritmos. Puede
decirse que «algoritmo» es el concepto más importante en nuestro mundo. Si
queremos comprender nuestra vida y nuestro futuro, debemos hacer todos los
esfuerzos posibles por entender qué es un algoritmo y cómo los algoritmos están
conectados con las emociones.
Un algoritmo es un conjunto metódico de pasos que pueden emplearse para hacer
cálculos, resolver problemas y alcanzar decisiones. Un algoritmo no es un cálculo
concreto, sino el método que se sigue cuando se hace el cálculo.

Los
humanos son algoritmos que producen no vasos de té, sino copias de sí mismos
(como una máquina expendedora que, después de pulsar la combinación adecuada de
botones, produjera otra máquina expendedora).
Los algoritmos que controlan las máquinas expendedoras funcionan mediante
engranajes mecánicos y circuitos eléctricos. Los algoritmos que controlan a los
humanos operan mediante sensaciones, emociones y pensamientos.

el 99 por ciento de
nuestras decisiones (entre ellas, las elecciones más importantes de la vida,
relacionadas con cónyuges, carreras y hábitats) las toman los refinadísimos algoritmos
que llamamos sensaciones, emociones y deseos.
[18] Debido a que dichos algoritmos controlan la vida de todos los mamíferos y aves
(y, probablemente, de algunos reptiles e incluso peces), cuando humanos, babuinos y
cerdos sienten miedo, procesos neurológicos similares tienen lugar en áreas cerebrales
similares. Por lo tanto, es probable que humanos asustados, babuinos aterrados y
cerdos atemorizados tengan experiencias similares.

los mamíferos no pueden vivir solo de comida. También necesitan
vínculos emocionales. Millones de años de evolución preprogramaron a los monos
con un deseo abrumador de vínculo emocional.

En realidad, Dios está presente incluso en el mito de Newton: el propio Newton es
Dios. Cuando la biotecnología, la nanotecnología y los demás frutos de la ciencia
maduren, Homo sapiens alcanzará poderes divinos y habrá recorrido el círculo
completo hasta el Árbol de la Ciencia bíblico. Los cazadores-recolectores arcaicos no
eran más que otra especie animal. Los agricultores se vieron como la cúspide de la
creación. Los científicos nos transformarán en dioses.

Mientras que la revolución agrícola dio origen a las religiones teístas, la revolución científica dio origen a las religiones humanistas, en las que los humanos sustituyeron a los dioses. Mientras que los teístas adoran a theos («dios» en griego), los humanistas adoran a los humanos. La idea fundacional de religiones humanistas como el liberalismo, el comunismo y el nazismo es que Homo sapiens posee alguna esencia única y sagrada, que es el origen de todo sentido y autoridad en el universo. Cuanto ocurre en el cosmos se juzga bueno o malo según su impacto en Homo sapiens.

Mientras que el teísmo justificó la agricultura tradicional en el nombre de Dios, el humanismo ha justificado la moderna agricultura industrial en el nombre del Hombre. La agricultura industrial sacraliza las necesidades, los caprichos y los deseos humanos al tiempo que deja de lado todo lo demás. La agricultura industrial no tiene ningún interés real en los animales, que no comparten la sacralidad de la naturaleza humana. Y tampoco tiene ningún uso para los dioses, porque la ciencia y la tecnología modernas confieren a los humanos poderes que exceden con mucho los de los antiguos dioses. La ciencia permite que las empresas modernas sometan a vacas, cerdos y gallinas a condiciones más extremas que las que prevalecieron en las sociedades agrícolas tradicionales.

En los últimos años, a medida que la gente ha empezado a reconsiderar las relaciones entre humanos y animales, tales prácticas han empezado a recibir cada vez más críticas. De repente damos muestra de un interés sin precedentes por la suerte de las llamadas formas de vida inferiores, quizá porque estamos a punto de convertirnos en una de ellas. Si los programas informáticos alcanzan una inteligencia superhumana y unos poderes sin precedentes, ¿deberemos empezar a valorar esos programas más de lo que valoramos a los humanos? ¿Será aceptable, por ejemplo, que una inteligencia artificial explote a los humanos e incluso los mate para favorecer sus propias necesidades y deseos? Si nunca se les va a permitir que hagan eso, a pesar de su inteligencia y poder superiores, ¿por qué es ético que los humanos exploten y maten a cerdos? ¿Tienen los humanos alguna chispa mágica, además de inteligencia
superior y mayor poder, que los distinga de los cerdos, las gallinas, los chimpancés y
los programas informáticos? En tal caso, ¿de dónde llegó esa chispa y por qué
estamos seguros que una inteligencia artificial (IA) no la adquirirá nunca? Si no existe
tal chispa, ¿habría alguna razón para continuar asignando un valor especial a la vida
humana incluso después de que los ordenadores sobrepasen a los humanos en
inteligencia y poder? De hecho, y para empezar, ¿qué es exactamente lo que tenemos
los humanos que nos hace tan inteligentes y poderosos, y qué probabilidad hay de que
entidades no humanas lleguen alguna vez a rivalizar con nosotros y a superarnos?

No hay duda de que Homo sapiens es la especie más poderosa del mundo. A Homo
sapiens también le gusta pensar que goza de una condición moral superior, y que la
vida humana tiene un valor mucho mayor que la de los cerdos, los elefantes o los
lobos. Lo segundo es menos evidente. ¿Acaso el poder produce el derecho? ¿Es la
vida humana más preciosa que la porcina simplemente porque el colectivo humano es
más poderoso que el colectivo porcino? Estados Unidos es mucho más poderoso que
Afganistán; ¿implica eso que las vidas norteamericanas tienen un mayor valor
intrínseco que las vidas afganas?
En la práctica, las vidas norteamericanas son más valoradas. Se invierte mucho
más dinero en educación, salud y seguridad en el norteamericano medio que en el
afgano medio. Matar a un ciudadano estadounidense suscita una protesta internacional
mucho mayor que matar a un ciudadano afgano. Pero, por lo general, se acepta que
esto no es más que un resultado injusto del equilibrio geopolítico de poder. Afganistán
puede tener mucha menos influencia que Estados Unidos, pero la vida de un niño en
las montañas de Tora Bora se considera tan sagrada como la vida de un niño en
Beverly Hills.
En cambio, cuando damos un trato de favor a los niños sobre los cochinillos,
queremos creer que ello refleja algo más profundo que el equilibrio ecológico de
poder, que las vidas humanas son superiores en algún sentido fundamental. A los
sapiens nos gusta decirnos que gozamos de cierta cualidad mágica, que no solo
explica nuestro inmenso poder, sino que también confiere justificación moral a
nuestra condición privilegiada.

La respuesta monoteísta tradicional es que solo los sapiens poseen un alma eterna.
Mientras que el cuerpo se deteriora y se pudre, el alma viaja hacia la salvación o la
condenación, y experimentará un gozo eterno en el paraíso o una eternidad de
desgracia en el infierno. Puesto que los cerdos y demás animales no tienen alma, no
participan en este drama cósmico. Viven solo unos cuantos años, y después mueren y
se desvanecen en la nada. Por lo tanto, deberíamos ocuparnos mucho más de las
eternas almas humanas que de los efímeros cerdos.
No se trata de un cuento de hadas de guardería, sino de un mito poderosísimo que
sigue modelando la vida de miles de millones de humanos y animales en los primeros
años del siglo XXI. La creencia de que los humanos poseen un alma eterna mientras
que los animales no son más que cuerpos evanescentes es un pilar básico de nuestros
sistemas legal, político y económico. Por ejemplo, explica por qué es perfectamente
correcto que los humanos maten animales para comérselos o incluso solo por
diversión.

El significado literal del término «individuo» es «algo que no puede dividirse». El
hecho de que yo sea un «in-dividuo» implica que mi yo verdadero es una entidad
holística y no un conjunto de partes separadas. Supuestamente, esta esencia indivisible
perdura entre un momento y el siguiente sin perder ni adquirir nada. Mi cuerpo y mi
cerebro experimentan un proceso de cambio constante a medida que las neuronas
disparan, las hormonas fluyen y los músculos se contraen. Mi personalidad, mis
deseos y mis relaciones nunca están quietos, y pueden transformarse completamente a
lo largo de años y décadas. Pero, debajo de todo esto, yo sigo siendo la misma
persona desde el nacimiento hasta la muerte…, y cabe esperar que también después de
la muerte.

Sin embargo, nadie tiene ni idea de cómo una
diversidad de reacciones bioquímicas y de corrientes eléctricas en el cerebro generan
la experiencia subjetiva de dolor, ira o amor. Quizá dispongamos de una explicación
robusta dentro de diez o quince años. Pero en 2016 carecemos de tal explicación, y es
mejor que lo dejemos claro.
SINTONIA DE UNA ONDA MAGNETICA

¿Cómo, pues, cuando miles de millones de señales
eléctricas se mueven en mi cerebro, surge una mente que siente «¡Estoy furioso!»? A
estas alturas de 2016, no tenemos ni la más remota idea.
De ahí que si esta disertación ha dejado al lector confuso y perplejo, se encuentra
en muy buena compañía. También los mejores científicos están muy lejos de descifrar
el enigma de la mente y la conciencia. Una de las cosas maravillosas que tiene la
ciencia es que cuando los científicos no saben algo, pueden probar todo tipo de
teorías y conjeturas, pero al final acaban por admitir su ignorancia.

Finalmente, algunos científicos admiten que la conciencia es real y que, en efecto,
puede tener un elevado valor moral y político, pero que no lleva a cabo ningún tipo
de función biológica. La conciencia es el subproducto biológicamente inútil de
determinados procesos cerebrales. Los aviones a reacción emiten un gran estruendo,
pero el ruido no es lo que impulsa al avión y hace que este vuele. Los humanos no
necesitan dióxido de carbono, pero todas y cada una de nuestras exhalaciones llenan
el aire de esta sustancia. De manera parecida, la conciencia puede ser un tipo de
contaminación mental producida por el disparo de complejas redes neurales. No hace
nada. Simplemente, está ahí. Si ello es cierto, implica que todo el dolor y el placer que
miles de millones de criaturas han experimentado durante millones de años y
experimentan ahora es solo contaminación mental.

En el siglo XXI parece infantil comparar la psique humana con una máquina de
vapor. Ahora conocemos una tecnología mucho más sofisticada: el ordenador, de
manera que explicamos la psique humana como si fuera un ordenador que procesa
datos en lugar de una máquina de vapor que regula la presión. Pero puede resultar
que esta nueva analogía sea tan ingenua como la otra. A fin de cuentas, los
ordenadores no tienen mente. No desean nada aunque tengan un virus, e internet no
siente dolor incluso cuando regímenes autoritarios impiden a países enteros acceder a
la red. Así, pues, ¿por qué utilizamos los ordenadores como modelo para comprender
la mente?

Esto está muy bien para los humanos, pero ¿y para los ordenadores? Puesto que
los ordenadores, con base de silicio, tienen estructuras muy diferentes a las redes
neurales de los humanos, con base de carbono, puede que las rúbricas humanas de la
conciencia no sean relevantes para ellos. Al parecer, estamos atrapados en un círculo
vicioso. Empezando con la asunción de que podemos creer a los humanos cuando
informan de que están conscientes, podemos identificar las rúbricas de la conciencia
humana, y después emplear estas rúbricas para «demostrar» que los humanos están
conscientes. Pero si una inteligencia artificial informa de que está consciente, ¿acaso
podemos creerla sin más?

A fecha de hoy no tenemos una buena respuesta a este problema. Ya hace miles de
años que los filósofos advirtieron que no hay manera de demostrar de forma
concluyente que nadie que no seamos nosotros mismos posee una mente. De hecho,
incluso en el caso de los demás humanos, simplemente suponemos que tienen
conciencia: no podemos saberlo con certeza. ¿Es posible que yo sea el único ser
humano de todo el universo que sienta algo, y que todos los demás humanos y
animales sean solo robots automáticos? ¿Quizá estoy soñando, y todas las personas
con que me encuentro no son más que personajes de mi sueño? ¿Quizá estoy atrapado
dentro de un mundo virtual, y todos los seres que veo son solo simulaciones?
Según el dogma científico actual, todo lo que experimento es el resultado de
actividad eléctrica que tiene lugar en mi cerebro, y por lo tanto podría ser teóricamente
factible simular todo un mundo virtual que yo no fuera capaz de distinguir del mundo
«real».

Una versión más refinada del argumento sostiene que existen niveles diferentes de
conciencia de uno mismo. Solo los humanos se entienden a sí mismos como un yo
perdurable, con un pasado y un futuro, quizá porque solo los humanos pueden usar el
lenguaje para contemplar sus experiencias pasadas y sus actos futuros. Los demás
animales viven en un presente eterno. Incluso cuando parece que recuerdan el pasado
o planean algo futuro, en realidad solo reaccionan a estímulos presentes y necesidades
momentáneas.

Por ejemplo, una ardilla que esconde nueces para el invierno no
recuerda en verdad el hambre que sintió el invierno anterior, ni piensa en el futuro. Se
limita a seguir un ansia momentánea, ajena a los orígenes y al propósito de dicha
ansia. Esta es la razón por la que incluso ardillas muy jóvenes, que aún no han vivido
un invierno y, por lo tanto, no pueden recordarlo, esconden no obstante nueces
durante el verano.

Pero no está claro por qué el lenguaje tendría que ser una condición necesaria para
ser consciente de acontecimientos pasados o futuros. El hecho de que los humanos
utilicen el lenguaje para hacerlo apenas es una prueba. Los humanos también emplean
el lenguaje para expresar su amor o su miedo, pero otros animales bien pueden
experimentar e incluso expresar amor y miedo de forma no verbal. De hecho, los
mismos humanos son conscientes a veces de acontecimientos pasados y futuros sin
verbalizarlos. Especialmente en estados de sueño, podemos ser conscientes de
narraciones enteras no verbales, que, al despertar, intentamos describir en palabras.
Varios experimentos indican que al menos algunos animales (entre los que se
encuentran aves como los loros y las charas californianas) recuerdan sucesos
individuales y planifican conscientemente eventualidades futuras.

Cuando una madre elefanta ve que un león amenaza a su cría, se
abalanza hacia el león y arriesga su vida, pero no porque recuerde que se trata de su
hijo querido, al que ha estado criando durante meses; más bien, se ve impelida por
algún insondable sentido de hostilidad hacia el león. Y cuando un perro salta de
alegría al ver que su amo vuelve a casa, no está reconociendo al hombre que lo ha
alimentado y cuidado desde que era un cachorro. Se halla simplemente abrumado por
un éxtasis inexplicable.

Si los animales son tan inteligentes, ¿por qué razón los caballos no enjaezan a los
humanos, las ratas no realizan experimentos con nosotros y los delfines no hacen que
saltemos a través de aros? Ciertamente, Homo sapiens posee alguna capacidad única
que le permite dominar a todos los demás animales. Después de haber rechazado las
ideas pretenciosas de que Homo sapiens existe en un plano completamente distinto
del de los demás animales, o que los humanos poseen alguna esencia única como el
alma o la conciencia, podemos finalmente descender al nivel de la realidad y examinar
las capacidades físicas o mentales concretas que confieren a nuestra especie su
ventaja.

Según la mayoría de las definiciones de inteligencia,
hace un millón de años los humanos ya eran los animales más inteligentes de su
entorno, así como los campeones mundiales en la fabricación de utensilios, pero
seguían siendo animales insignificantes con poco impacto en el ecosistema
circundante. Era evidente que carecían de alguna característica clave, que no era ni la
inteligencia ni la fabricación de útiles.

¿Es posible que la humanidad finalmente llegara a dominar el planeta, no debido a
algún tercer ingrediente clave impreciso, sino simplemente a la evolución de una
inteligencia superior y a capacidades todavía mejores de producción de utensilios? No
lo parece, porque cuando examinamos el registro histórico, no vemos una correlación
directa entre la inteligencia y la capacidad de producir útiles de humanos individuales
y el poder de nuestra especie en su conjunto. Hace veinte mil años, el sapiens medio
probablemente superaba en inteligencia y en capacidad de fabricación de utensilios al
sapiens medio actual. Las escuelas y los empresarios modernos pueden poner a
prueba nuestras aptitudes de cuando en cuando, pero, con independencia de lo mal
que lo hagamos, el estado del bienestar siempre garantizará que nuestras necesidades
básicas estén cubiertas. En la Edad de Piedra, la selección natural nos ponía a prueba
en todo momento todos los días, y si no superábamos alguna de sus numerosas
pruebas, inmediatamente criábamos malvas. Pero a pesar de las capacidades
superiores de nuestros antepasados de la Edad de Piedra a la hora de producir
utensilios, y a pesar de poseer una mente más astuta y unos sentidos mucho más
agudos, hace veinte mil años la humanidad era mucho más débil de lo que es en la
actualidad.

A lo largo de estos veinte mil años, la humanidad ha pasado de cazar mamuts con
lanzas de punta de piedra a explorar el sistema solar con naves espaciales, no gracias a
la evolución de manos más diestras o de un cerebro mayor (de hecho, en la actualidad
nuestro cerebro parece ser menor).
En cambio, el factor crucial en nuestra
conquista del mundo fue nuestra capacidad de conectar entre sí a muchos seres
humanos.

Hoy en día, los humanos dominan completamente el planeta, no porque
el individuo humano sea mucho más inteligente y tenga los dedos más ágiles que un
chimpancé o un lobo, sino porque Homo sapiens es la única especie en la Tierra capaz
de cooperar de manera flexible en gran número.

Las abejas cooperan de formas muy refinadas, pero no pueden
reinventar su sistema social de la noche a la mañana. Si una colmena se enfrenta a una
nueva amenaza o una nueva oportunidad, las abejas no pueden,
guillotinar a la reina y establecer una república.

Los mamíferos sociales, como los elefantes y los chimpancés, cooperan de manera
mucho más flexible que las abejas, pero solo lo hacen con un pequeño número de
amigos y de miembros de la familia. Su cooperación se basa en el conocimiento
personal. Si yo soy un chimpancé y tú eres un chimpancé y quiero cooperar contigo,
tengo que conocerte personalmente: ¿qué tipo de chimpancé eres? ¿Eres un
chimpancé simpático? ¿Eres un chimpancé malo? ¿Cómo voy a cooperar contigo si no
te conozco? Hasta donde sabemos, solo los sapiens tienen la capacidad de cooperar de
formas muy flexibles con un número incontable de extraños.

Así, Roma conquistó
Grecia no porque los romanos tuvieran un cerebro mayor o mejores técnicas de
fabricación de herramientas, sino porque fueron capaces de cooperar de manera más
eficaz. A lo largo de la historia, los ejércitos disciplinados derrotaron fácilmente a las
hordas desorganizadas, y las élites unificadas dominaron a las masas desorganizadas.
Por ejemplo, en 1914, tres millones de nobles, oficiales y empresarios rusos
señoreaban a 180 millones de campesinos y obreros. La élite rusa sabía cómo
cooperar en defensa de sus intereses comunes, mientras que 180 millones de plebeyos
eran incapaces de llevar a cabo una movilización efectiva. De hecho, gran parte de los
esfuerzos de la élite se centraban en asegurar que los 180 millones de personas
situadas por debajo nunca aprendieran a cooperar.

La Revolución rusa estalló
finalmente, no cuando 180 millones de campesinos se alzaron contra el zar, sino
cuando un puñado de comunistas se situaron en el lugar adecuado en el momento
adecuado. En 1917, cuando las clases superior y media rusas sumaban al menos tres
millones de personas, el Partido Comunista tenía solo 23 000 miembros.

Rechazamos las ofertas injustas porque la gente que aceptó con
actitud sumisa ofertas injustas no sobrevivió en la Edad de Piedra.
Las observaciones de tropillas de cazadores-recolectores contemporáneos
respaldan esta idea. La mayoría de las tropillas son muy igualitarias, y cuando un
cazador vuelve al campamento cargando con un ciervo gordo, todos reciben una
parte. Lo mismo ocurre con los chimpancés. Cuando un chimpancé caza un
cochinillo, los demás miembros de la tropilla se reúnen a su alrededor con las manos
extendidas, y por lo general todos obtienen un pedazo.

Las personas
son igualitarias por naturaleza, y las sociedades desiguales nunca pueden funcionar
bien debido al resentimiento y a la insatisfacción.

Toda la cooperación humana a gran escala se basa en último
término en nuestra creencia en órdenes imaginados. Se trata de conjuntos de normas
que, a pesar de existir únicamente en nuestra imaginación, creemos que son tan reales
e inviolables como la gravedad. «Si sacrificas diez toros al dios del cielo, lloverá; si
honras a tus padres, irás al cielo, y si no crees lo que te digo…, ¡irás al infierno!».
Mientras todos los sapiens que viven en una localidad determinada crean las mismas
historias, observan las mismas normas, lo que facilita predecir el comportamiento de
los extraños y organizar redes de cooperación masiva. Los sapiens suelen usar marcas
visuales como un turbante, una barba o un traje de negocios para comunicar: «Puedes
confiar en mí, creo en la misma historia que tú». Nuestros primos chimpancés no
tienen la capacidad de inventar y difundir este tipo de historias, razón por la que no
pueden cooperar en gran número.
Los sapiens dominan el mundo porque solo ellos son capaces de tejer una red
intersubjetiva de sentido: una red de leyes, fuerzas, entidades y lugares que existen
puramente en su imaginación común. Esta red permite que los humanos organicen
cruzadas, revoluciones socialistas y movimientos por los derechos humanos.

Los sapiens dominan el mundo porque solo ellos son capaces de tejer una red
intersubjetiva de sentido: una red de leyes, fuerzas, entidades y lugares que existen
puramente en su imaginación común. Esta red permite que los humanos organicen
cruzadas, revoluciones socialistas y movimientos por los derechos humanos.

A medida que las
ficciones humanas se traduzcan en códigos genéticos y electrónicos, la realidad
intersubjetiva engullirá por completo la realidad objetiva, y la biología se fusionará
con la historia. En el siglo XXI, la ficción puede, por lo tanto, convertirse en la fuerza
más poderosa de la Tierra, sobrepasando incluso a los asteroides caprichosos y a la
selección natural. De ahí que si queremos entender nuestro futuro, en absoluto bastará
con descifrar genomas y calcular números. También tenemos que descifrar las
ficciones que dan sentido al mundo.

Antes de la invención de la escritura, los relatos estaban restringidos por la capacidad
limitada del cerebro humano. No se podían inventar relatos excesivamente complejos
que la gente fuera incapaz de recordar. Pero la escritura posibilitó de pronto la
creación de relatos muy largos e intrincados, que se almacenaban en tablillas y papiros
en lugar de en el cerebro de humanos.

El lenguaje escrito pudo haberse concebido como un medio modesto para
describir la realidad, pero gradualmente se convirtió en un medio poderoso para
remodelarla. Cuando los informes oficiales chocaban contra la realidad objetiva, a
menudo era la realidad la que tenía que ceder el paso. Quienquiera que haya tratado
con las autoridades encargadas de los impuestos, con el sistema educativo o con
cualquier otra burocracia compleja sabe que la verdad apenas cuenta. Lo que está
escrito en el formulario es muchísimo más importante.

«Empleamos la
escritura para describir la realidad de campos, canales y graneros. Si la descripción es
exacta, tomamos decisiones realistas. Si la descripción es inexacta, ello causa
hambrunas e incluso rebeliones. Entonces nosotros, o los administradores de algún
régimen futuro, aprendemos de este error, y nos esforzamos para elaborar
descripciones más veraces. Así, con el tiempo, nuestros documentos están destinados
a ser cada vez más precisos».

Esto es verdad hasta cierto punto, pero pasa por alto una dinámica histórica
opuesta. A medida que las burocracias acumulan poder, se hacen inmunes a sus
propios errores. En lugar de cambiar sus relatos para que encajen con la realidad,
pueden cambiar la realidad para que encaje con sus relatos. Al final, la realidad
externa concuerda con sus fantasías burocráticas, pero solo porque forzaron a la
realidad a hacerlo. Por ejemplo, las fronteras de muchos países africanos no tienen en
cuenta la trayectoria de ríos, cordilleras y rutas comerciales, dividen innecesariamente
zonas históricas y económicas, y obvian las identidades étnicas y religiosas locales. La
misma tribu puede encontrarse dividida entre varios países, mientras que un país
puede incorporar escisiones de numerosos clanes rivales. Estos problemas aquejan a
países de todo el mundo, pero en África son particularmente graves porque las
fronteras africanas modernas no reflejan los deseos y luchas de sus naciones. Fueron
establecidas por burócratas europeos que nunca pusieron el pie en África.

La ficción no es mala. Es vital. Sin relatos aceptados de manera generalizada sobre
cosas como el dinero, los estados y las empresas, ninguna sociedad humana compleja
puede funcionar. No podemos jugar al fútbol a menos que todos creamos en las
mismas normas inventadas, y no podemos disfrutar de los beneficios de los mercados
y de los tribunales sin relatos fantásticos similares. Pero los relatos solo son
herramientas. No deberían convertirse en nuestros objetivos ni en nuestras varas de
medir. Cuando olvidamos que son pura ficción, perdemos el contacto con la realidad.
Entonces iniciamos guerras enteras «para ganar mucho dinero para la empresa» o
«para proteger el interés nacional». Empresas, dinero y naciones existen únicamente
en nuestra imaginación. Los inventamos para que nos sirvieran, ¿cómo es que ahora
nos encontramos sacrificando nuestra vida a su servicio?
En el siglo XXI crearemos más ficciones poderosas y más religiones totalitarias que
en ninguna era anterior. Con la ayuda de la biotecnología y los algoritmos
informáticos, estas religiones no solo controlarán nuestra existencia, minuto a minuto,
sino que además serán capaces de modelar nuestros cuerpos, cerebros y mentes, y de
crear mundos virtuales enteros. Diferenciar la ficción de la realidad y la religión de la
ciencia será en consecuencia más difícil, pero también más esencial que nunca.

5
La extraña pareja 178

A medida que la tecnología nos permita
mejorar a los humanos, superar la vejez y encontrar la clave de la felicidad, la gente se
preocupará menos de los dioses, las naciones y las empresas ficticios, y se centrará en
descifrar la realidad física y biológica.
Sin embargo, la verdad es que las cosas son mucho más complicadas. Es cierto
que la ciencia moderna cambió las reglas del juego, pero no sustituyó simplemente los
mitos con hechos. Los mitos continúan dominando a la humanidad. La ciencia solo
hace que esos mitos sean más fuertes. En lugar de destruir la realidad intersubjetiva, la
ciencia la capacitará para que controle las realidades objetivas y subjetivas de manera
más completa que antes. Gracias a los ordenadores y la bioingeniería, la diferencia
entre ficción y realidad se difuminará, a medida que la gente remodele la realidad para
que se ajuste a sus ficciones favoritas.

En consecuencia, el auge de la ciencia hará que al menos algunos mitos y
religiones sean más poderosos que nunca. Por lo tanto, para comprender por qué, y
para enfrentarnos a los retos del siglo XXI, debemos volver a abordar una de las
cuestiones más inquietantes de todas: ¿cómo se relaciona la ciencia moderna con la
religión? Da la impresión de que ya se ha dicho un millón de veces todo lo que hay
que decir sobre esta cuestión. Pero en la práctica, la ciencia y la religión son como un
marido y una esposa que después de quinientos años de asesoramiento matrimonial
siguen sin conocerse. Él todavía sueña con Cenicienta y ella sigue esperando al
Príncipe Azul, al tiempo que discuten sobre a quién le toca sacar la basura.

La afirmación de que la religión es una herramienta para preservar el orden social y
para organizar la cooperación a gran escala puede ofender a muchas personas para las
que representa, ante todo, un camino espiritual. Sin embargo, de la misma manera que
la brecha entre la religión y la ciencia es menor de lo que solemos pensar, la brecha
entre la religión y la espiritualidad es mucho mayor. La religión es un pacto, mientras
que la espiritualidad es un viaje.
La religión proporciona una descripción completa del mundo y nos ofrece un
contrato bien definido con objetivos predeterminados. «Dios existe. Nos dijo que nos
comportáramos de determinadas formas. Si obedecemos a Dios, seremos admitidos en
el cielo. Si Lo desobedecemos, arderemos en el infierno». La claridad misma de este
pacto permite que la sociedad defina normas y valores comunes que regulan el
comportamiento humano.
Los viajes espirituales no se parecen en nada a esto. Por lo general, llevan a las
personas de manera misteriosa hacia destinos desconocidos. La búsqueda suele
empezar con alguna gran pregunta como «¿Quién soy?», «¿Cuál es el sentido de la
vida?», «¿Qué es bueno?». Mientras que muchas personas aceptan sin más las
respuestas al uso que ofrecen los poderes que sean, los buscadores espirituales no
quedan satisfechos tan fácilmente. Están dispuestos a seguir la gran pregunta a donde
quiera que los conduzca, y no solo a lugares que conocen bien o quieren visitar.

Por ejemplo, una
joven puede empezar estudiando Economía para asegurarse un puesto de trabajo en
Wall Street. Sin embargo, si lo que aprende hace que, de alguna manera, termine en
un ashram hindú o ayudando a pacientes con VIH en Zimbabue, entonces a esto
podemos considerarlo un viaje espiritual.

Para las religiones, la espiritualidad es una amenaza peligrosa. Las religiones se
esfuerzan típicamente por refrenar las búsquedas espirituales de sus seguidores, y
muchos sistemas religiosos fueron puestos en tela de juicio, no por seglares
preocupados por la comida, el sexo y el poder, sino más bien por buscadores de la
verdad espiritual que querían algo más que tópicos. Así, la revuelta protestante contra
la autoridad de la Iglesia católica no fue desatada por ateos hedonistas, sino por un
monje devoto y ascético: Martín Lutero. Lutero quería respuestas a las preguntas
existenciales de la vida, y rechazó contentarse con los ritos, los rituales y los pactos
que la Iglesia le ofrecía.

A principios del siglo XVI, la Iglesia empleaba a «buhoneros
de salvación» profesionales que recorrían los pueblos y las aldeas de Europa
vendiendo indulgencias a precios establecidos. ¿Quieres un visado para entrar en el
cielo? Paga diez monedas de oro. ¿Quieres estar allí en compañía del abuelo Heinz y la
abuela Gertrud? No hay problema, pero esto te costará treinta monedas. Según se
cuenta, el más famoso de estos buhoneros, el fraile dominico Johannes Tetzel, decía
que en el momento en que la moneda tintineaba en el cofre del dinero, el alma volaba
desde el purgatorio el cielo.

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Written by HomoSapiens

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