Durante años, los campos de exterminio convirtieron en cenizas a más de un millón de bebés, niños, adolescentes, mujeres y hombres adultos, ancianos. Solo los fuertes vivieron en el horror, convertidos en esclavos, reducidos a un número tatuado en su antebrazo izquierdo.
Durante años, centenares de miles de personas pasaron de forma fugaz por la fábrica mortal. Murieron asesinadas en grandes baños de puertas herméticas, decorados con carteles que les recordaban que no olvidasen dónde dejaban su ropa. Era el escenario del teatro de la muerte: de las duchas solo emanaba gas cianuro.
Las cenizas humanas llovieron sobre los campos de la pequeña ciudad polaca de Oswiecim, Auschwitz en la lengua de sus conquistadores alemanes. Hasta este enero de 1945, cuando el ciclo mortal se interrumpe. Auschwitz, el orgullo de los campos de exterminio nazis, está a punto de ser liberado.
El 18 de enero, unos sesenta mil prisioneros son obligados a iniciar una marcha mortal al oeste. Dos días después, el teniente general de las SS Schmauser ordena la ejecución de los presos que no pueden moverse. Sus soldados vuelan los hornos crematorios y asesinan a unos setecientos reclusos. Pero temen más a los soviéticos que a sus jefes. Casi ocho mil prisioneros sobreviven en los distintos campos del complejo, abandonados a su suerte durante días.
El 27, soldados soviéticos cruzan la puerta principal de Auschwitz. Solo los que saben alemán pueden advertir el cinismo de la frase de hierro que, a modo de arco, decora la entrada principal: “Arbeit macht frei”, “el trabajo libera”.