En la tumba de Florencio Chitay Nech hace falta el detalle elemental de cualquier sepultura: no hay cuerpo.
El mausoleo fue construido por una previsión de los cinco hijos, en caso de que los restos del padre aparezcan. La cripta vacía es la aceptación de su muerte. ¿Qué más se podría esperar después de tantos años de ausencia?
Tenía 45 años cuando lo secuestraron el 1 de abril de 1981. Los testimonios de la familia indican que ese día hizo lo de costumbre: antes de salir a trabajar fue a comprar la leña que su esposa usaba para el puesto de tortillas. Su hijo de cinco años lo acompañaba esa mañana. Cuando llegó a la venta, tres hombres gritaron su nombre y se le abalanzaron para detenerlo. Lo golpearon con la empuñadura de un arma, porque él se resistía. No se sabe cuánto tiempo duró el forcejeo, pero el vendedor de leña le contó a la familia que todo se detuvo cuando encañonaron al pequeño. Entonces Chitay se entregó. Se lo llevaron en un jeep y nunca más se supo de él.
El hijo de Florencio Chitay Nech quedó tirado en el suelo, cubierto de polvo, con la marca de una bota en la espalda. De tanto que lloraba, la tierra se le convirtió en lodo sobre el rostro.
Para la fecha en que se le tomó testimonio, ese niño ya era un adulto. Un hombre que creció con un trauma aún no superado que le permite recordar con claridad todo lo sucedido.
En 2010, la Corte condenó al Estado de Guatemala por esa desaparición forzada.
A siete años de la condena, la familia todavía espera el cumplimiento de todas las medidas de reparación que ordenó la CIDH. Entre ellas, la búsqueda de justicia local y de los restos de Florencio Chitay Nech.
Como explica Pedro Chitay, los hijos de las personas que fueron desaparecidas o asesinadas necesitan una explicación. “Esta búsqueda de justicia no es por dinero. Es para entender por qué nos sucedió eso. Por qué no fuimos una familia normal y nos obligaron a pasar de la niñez a la adultez cuando perdimos a nuestro papá”.
Sin esas respuestas, el ciclo nunca se cierra.